Hace tres años, el por entonces recién elegido alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almedia, mandó destruir las placas que recordaban a los 2.936 hombres y mujeres fusilados por el franquismo en las tapias del cementerio de la Almudena. Entre los nombres y apellidos que el PP ordenó borrar de la historia estaba el de Luciano Sádaba Urquiaga, un comunista pamplonés que fue asesinado un 16 de diciembre de 1942 junto a otros ocho camaradas tras ser detenido un año antes y pasar unos meses en la prisión madrileña de Porlier.
A pesar de ser corta, la vida de Luciano Sádaba fue tremendamente intensa. Desde la calle Mayor en la que vivía pudo contemplar en su adolescencia esa nueva y agitada Pamplona que nacía con la Segunda República. Pero como muchos otros jóvenes de la época, no se contentó con ser espectador y dio el paso afiliándose al Partido Comunista y a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU).
No es difícil imaginar a ese impulsivo militante un sábado 11 de abril de 1936 en unas desbordadas Escuelas de San Francisco aplaudir e intervenir en la Asamblea de unificación de las Juventudes Comuistas y Juventudes Socialistas para crear las JSU de Navarra, de las que Sádaba fue secretario de Organización. También lo podemos ver desfilando junto a sus compañeros de las Milicias Antifascistas, Obreras y Campesinas (MAOC) el 1 de mayo de ese año por las calles de la ciudad tras salir del mitin ofrecido por los partidos obreros, UGT y CNT en el frontón Euskal-Jai.
En esas reuniones llenas de pasión compartiendo mesa con Tomas Ariz, Jesús Monzón, Clemente Ruiz, Mariano Lucio o Cruz Juániz entre otros muchos, dio forma a una organización política, la del PCE, que en muy pocos años pasó de estar ilegalizada y perseguida a ser hegemónica dentro de la izquierda navarra, tanto en la parte electoral con el Frente Popular, la sindical con la UGT, la cultural o incluso la deportiva.
Sádaba. de hecho, fue uno de los impulsores de la Juventud Deportiva o Casa de la Juventud, nacida en junio de 1936 en el barrio de la Rotxapea con la intención de dotar a los jóvenes de una mejor educación y de lugares para practicar deporte. Precisamente, esa afición deportiva, hizo que el golpe de Estado fascista le sorprendiera en Barcelona, donde había ido a presenciar la Olimpiada Popular, creada como alternativa a los Juegos Olímpicos nazis de Alemania.
Tras el inicio del conflicto bélico, se hizo voluntario en las Milicias Republicanas pasando al frente de Madrid y posteriormente al de Barcelona. Al caer Cataluña, llegó a Francia, donde estuvo internado en algunos campos de concentración, siendo el último el de Agde, acusado de ser difamador del Ejército Francés. En esas inmundas cárceles para españoles creadas por el Gobierno galo volvió a coincidir con algunos de esos primeros camaradas que pudieron sobrevivir primero a las persecuciones franquistas en Navarra y a los combates de la guerra después.
Tras recibir la documentación del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles, Luciano se embarcó hacia la República Dominicana el 1 de diciembre de 1939. Estuvo en Santo Domingo hasta noviembre de 1940 trabajando en una colonia agrícola. Allí coincidió con otros militantes como el líder vasco Jesús Larrañaga. De Santo Domingo viajó a Cuba por encargo del PCE, ya que allí se encontraban también importantes dirigentes como Santiago Álvarez o Fernando Claudín.
Apenas seis meses estuvo en tierras cubanas, formándose tanto en la teoría política (le regalaron los discursos completos de Lenin para que los estudiara) como en la práctica para lograr sobrevivir en la clandestinidad. Entre otras cosas, y valga como anécdota, aprendió el uso de las tintas simpáticas a base de líquido de arroz o de nitratos, invisibles a primera vista. El objetivo no era otro que, a solo dos años de perdida la guerra, volver a España para organizar la lucha antifranquista.
En ese medio año que pasó en Cuba también le dio tiempo a recorrer la isla y hasta a enamorarse y casarse con Zoila Ambou, quien en su despedida le regaló una pequeña piedra que había recogido de la orilla del mar Caribe y que quedaría enterrada para siempre en el cementerio de la Almudena junto a los restos aún por localizar de Luciano Sádaba, que murió con ella en la mano.
El 24 de junio de 1941 embarcó en La Habana como polizón destino a Nueva York acompañado de otro militante, Jesús Gago. Tras varias reuniones con dirigentes españoles, partieron con destino a Galicia en el vapor Leigh, de nuevo como polizones. Llegarían a Vigo a finales de julio para, de allí, viajar hasta Bilbao a principios de agosto. A tierras vizcaínas llegó con una cédula personal y un salvoconducto falsos, 150 pesetas y un mandato de la dirección establecida en América: reorganizar las JSU y el PCE, y unificar criterios sobre las alianzas con otros partidos.
En ese sentido, la clandestinidad impedía debatir e incluso conocer en el interior de España lo que la dirección del partido aprobaba en el exterior, por lo que muchas veces se daban fuertes contradicciones. En esa época, el PCE estaba dirigido en España por Heriberto Quiñones. Junto a él y a otros dirigentes como Luis Sedín, conformaría Luciano Sádaba la dirección o Buró Político a nivel estatal, nada menos que como secretario general de la JSU. Todo un hito y un orgullo para este joven comunista pamplonés.
Sin embargo, esta situación no durará mucho tiempo, ya que la represión policial franquista inflige un duro golpe a la militancia del interior, sucediéndose los arrestos. En apenas semanas, son centenares los detenidos, entre ellos los miembros de esa dirección nacional recientemente creada. Aunque en un primer momento logra escapar, Luciano será finalmente apresado en Madrid y trasladado a la cárcel de Porlier. En su causa hay 24 procesados. Se piden siete penas de muerte, entre ellas la suya. Será ejecutado el 16 de diciembre de 1942.
De sus últimas semanas con vida en esa atestada prisión madrileña, algo sabemos gracias a otro comunista ejemplar: Marcos Ana. Contaba el poeta que coincidió con el pamplonés en la segunda galería de la cárcel, destacando su excelente camaradería y la nostalgia que guardaba de su esposa Zoila. Recordaba también cómo la noche que llamaron a Luciano para ser fusilado, se fundieron en un abrazo sin poder evitar las lágrimas. Sádaba salió con una entereza ejemplar, muy seguro de sí mismo, dejando a Marcos Ana su reloj, su pluma estilográfica y toda la ropa que ya no iba a necesitar.
Con él se llevó la piedra pulida por las olas cubanas, un rostro que aún no hemos podido encontrar en fotografías y un nombre y apellidos que ni el alcalde de Madrid ni nadie podrá hacer desaparecer. A los 80 años de su asesinato, hoy podemos decir que, como pedía en su carta de despedida otra joven comunista, Julia Conesa, el nombre de Luciano Sádaba Urquiaga no lo ha borrado la memoria. Su vida y su lucha no sólo viven en libros de historia y listas de víctimas franquistas, sino también en aquellos hombres y mujeres que una mañana deciden dar un paso adelante para dejar de ser espectadores y ser protagonistas de la revolución que llegar, llegará.
Eduardo Mayordomo, Secretaría de Comunicación del PCE-EPK Navarra